X SALÓN DE LOS TRECE

Luis Cajal, zaragozano, pintor de blancos y azules transfigurados, colores tan logrados por él que son prácticamente únicos, que hacen identificables a primera vista sus arlequines, sus frágiles, quebradizas casi, mujeres, todo en unas geniales transparencias, en unas tonalidades de pureza exquisita. Es el conjunto de su amplia obra, en estas dos líneas expresadas, como un transporte a pasados tiempos, hay un estatismo en las figuras que parece no fueran de este momento, la delicadeza se extrema en la que hemos llamado aparente fragilidad, en las posiciones, la calidad suprema de sus tonos, posturas, hasta las miradas. Son para contemplar como si nos hubiéramos ido al Siglo XVIII, carnavales estilizados, porcelanas como tesoros, todo ensoñado y recuperado para el espectador de hoy en una neblina melancólica, en la fuga temporal inevitable. Y todo lo dicho llevado a un grado de intimismo inconfundible. Claro que esa fuga en el tiempo, esa recuperación de arlequines y figuras, sólo con un enorme intimismo podía ser lograda. Pero es un intimismo invasor, que arrastra al que contempla su obra y le lleva hacia mundos tan pretéritos cuando inseguros, los arlequines orientan y desorientan, la quebradiza figura te obliga a la mayor circunspección. Y los bodegones constituyen otra forma de transfigurar lo mismo. Los colores son suaves y fríos, en flores y en frutas; la superficie en que se apoyan las fuentes repletas de manzanas que huelen como ciertos baúles de antaño, el florero o la blanca jarra que estaría llena de té, con el fondo no de piedra o ladrillo, sino de vegetación al aire, crean un conjunto poético pocas veces ensoñado con tanta escasez de medios, con tanta austeridad de elementos. Cierto que Luis Cajal elabora su propia cocina, realiza como un laboratorio la mezcla y perfección de los colores. Y obtiene unas cualidades difícilmente repetibles. Su “curriculum” vitae es igualmente impresionante.

César Aguilera Castilla
Presidente de la Academia de Arte