El mundo es azul en la pintura de Luis Cajal. Un azul múltiple y modulado que va envolviendo a los demás colores con que ha determinado el pintor una realidad sencilla para que así quede sometida al sueño de una atmósfera poética y amable. Si hay aquí un color que dialogue con ese «azul Cajal» es el blanco; porque, ¿quién ha dicho que el blanco no es color en el lenguaje de la pintura? Habrá que quedarse a saborear ese sustantivo, «pintura», cuando nos refiramos a la obra de Luis Cajal. Porque aquí la Pintura lo hace todo: dibuja, modela, construye… Cada forma es una llama de color que huye de su contorno, siempre ascendente como buscando el azul total del cielo. Todo, bodegón o figura, se baña en esa atmósfera blanda de color que deja a la realidad en un estado lírico, purificada de sombras como pulpa de luz. Pintor de bien saber y de buen sentir la pintura es éste.

Hace tres años estrenaba la Galería Drouand, de París, una nueva modalidad de venta: la pintura «a prueba». El comprador podía «convivir», sin compromiso, con el cuadro durante un mes. Si después de este plazo, el cuadro, el hombre y el lugar «estaban de acuerdo», se realizaba la compra «en firme». Y es que a los dos elementos tradicionales (contemplación y comprensión) se ha sumado un nuevo concepto: la integración de la pintura en el ambiente. Por eso, Drounat promovió esta etapa previa de «relaciones» entre el cuadro y el hombre. Esta etapa de contacto cotidiano con la belleza, hasta la conquista o el rechazo.
Pues bien: la pintura de Luis Cajal apenas necesita esta prueba. Se adivina que su mundo, intimista, de clima propio, ha de adaptarse a cualquier situación. Por la gama de sus azules sedantes (cobalto, ultramar, cerúleo, prusia), de sus colores inalterables al paso del tiempo, de sus serenas transparencias. Ninguna de sus figuras turba o rompe la intimidad o el equilibrio. Llegan a nuestro espacio interior como residentes, adscritos desde siempre al muro que aguarda. Son (floristas, arlequines, doncellas, niños, ángeles) seres esenciados, que no narran sus problemas cotidianos ni repiten su historia. Son (bodegones, paisajes) esquemas permanentes, prototipos, imagos, asideros frente a lo mutable.
La pintura de Luis Cajal (pintor aragonés afincado en Madrid, con numerosas exposiciones a su cuenta Beca March 1967) es estática. Su atmósfera se ha detenido y remansado. Es punto de referencia para medir lo que se aleja y lo que se aproxima al hombre y a sus sueños. Y sus experiencias cromáticas y sus técnicas mixtas son (sólo) un vehículo para perennizar y transmitir la realidad poetizada. Para dejar testimonio de un momento en que la moda y el modo coincidieron en el continuo espacio-tiempo.

Hablar de la pintura de Luis Cajal es tan difícil como hablar del color del mar sin añadirle más matices que los reales. Cajal es un pintor tan a fondo del oficio, que adjetivar su obra como tan excelsamente bien hecha que parece la de un Vermeer español en el que se ha filtrado la aparición de Velázquez, es poco o es mucho.
Deliberadamente no recurrimos a nuestro archivo para repetir o continuar nuestra opinión sobre la obra de este pintor zaragozano. En Cajal la difícil sencillez de su estilo —sin estilo— complica el comentario. Decía Azorín: «El estilo es… no tener estilo» (comentarios sobre la obra de Baroja). En la afirmación de Azorín está Cajal.
Sigue el pintor fiel a sus asuntos: bodegones, flores, marines, figura. Permanece en su tonalidad el azul. Y carmines, blancos, tierras y violetas. Las mesas, el mantel. Sobre todo, la hermosa luz. Translúcida luz de los cuadros de Cajal.
Los volúmenes tienen ese peso exacto de la percepción visual que, conociendo de antemano la real de cada uno de ellos, se transforma en esta pintura, por la emoción de ese artista que es Cajal en la fiel interpretación de lo que resulta en la transmutación pictórica. Las cosas, los seres, el aire y el tiempo tienen que ser las mismas, pero otras en la pintura. Es lo que ocurre en estas obras.
Pienso, ante los cuadros de Cajal, en las lecciones rigurosas de Cezánne: la modelación pictórica de los volúmenes del aire, del tiempo. Se empeñaba el pintor francés en demostrar que un cilindro, una botella, pueden ser un desnudo de mujer o un paisaje. Pero, esto que se ha utilizado hasta la saciedad y el acartonamiento en sus epígonos, cuenta con la hermosa calidad cromática y poética de Cajal que no tuvo el ascético provenzal.

Esas manchas de color que, en superficies planas y por medio de los tonos cálidos y fríos, estructuran progresivamente el valor de la estructura de los volúmenes se originan en Cezánne, pero alcanzan en el artista español mayor riqueza de matices, de color y luces, y un refinamiento superior y personal.
La cuestión, aparte esas premisas, consiste en el trabajo de la materia, en su fundamental preparación: como en los tiempos gremiales de la onza de tierra de Sevilla, de linaza, de polvo de mármol y esos otros aditamentos que constituyen el laboratorio de los colores preparados.
Con esas magníficas —y hoy raras— especies trabaja Luis Cajal su pintura. Y, así, le surgen esos tonos que se inventa desde la base tradicional; así lo estudia con una extraordinaria honradez estética: de ese modo, un cuadro de Cajal es toda una lección de esencia, nacida de la complejidad de tal categoría de maestro, de lo que es el arte profesional de un cuadro.
Ha ganado el maestro en nitidez pictórica, en rotundidad dibujística, en matices lumínicos, respecto de otras exposiciones anteriores. Hoy, dentro de esa rotundidad que es su manera de pintar, encuentro mayor sutileza en la adecuación de volúmenes y formas, de ambiente y fondos.
Como intento de información de lo que no puede verse totalmente en una crónica, acercaríamos a Cajal en una suerte de neo-impresionista que matizara líricamente la lucidez realista de la pintura española. No sé si es válida esa mezcla de definición, pero no encuentro otra más aproximada. Porque Cajal, en el que se encuentra algo de Pancho Cossío —en algunos cuadros— dista, sin embargo, del último en que la materia es totalmente distinta. Más acumulada en el segundo, más sutil en el primero.
Y, como hemos hablado de poesía, si hiciéramos un paralelismo entre la composición escrita y la pictórica, nos encontraríamos con una representación del soneto. Serena, profunda, medida, grave, de exacta medición: así, la pintura de Luis Cajal.

Elena Flórez

Toda la obra de Cajal —la de ayer y la de hoy— alienta en lo amorosamente cultivado y en lo sensitivamente concebido. Es una pintura estática, de momentos detenidos en el tiempo, cargados de gravedad, aun siendo tan ligeros y leves en su apariencia, preocupados por los modales de las cosas, por su comportamiento estructural.
Pintura de color, que es como decir pintura de luz. El color es aquí, más que un contribuyente a exigencias de la forma, el alma de la forma misma. El color ordena y distribuye los modos y comportamientos de esta inventiva, explicándolos y justificándolos, sin necesidad de abrirles las carnes a las cosas aquí expuestas, sino discurriendo sobre ellas para darnos su aroma y su aire: «seriedad de método, orden y aliento de poesía», he dicho anteriormente de esta pintura. Creo, en verdad, que se puede ahora insistir en tal cuestión, sin temor a emitir un juicio falso sobre esta inventiva.

Castro Arines, «Informaciones»

Lenta y rigurosamente elaboradas, construidas en volúmenes encerrados, a veces en trazos gruesos, las telas (de Luis Cajal), de bellas resonancias, crean un clima, un ambiente poético dentro de su densidad.

R. Carvalho, «La Revue Moderne», París