La flor, el bodegón, la naturaleza muerta, son otras instancias en las que Luis Cajal cumple, despliega su oficio de maestría proporcionándonos unas imágenes de suave y serena firmeza en torno de las cuales parecemos sentir un aliento mágico de extraña densidad e inusitada poesía. Estas flores y estos objetos son emisarios de actitudes humanas, testigos de sentimientos que a través de ellos se expresan y transmitieran. De aquí su excepcional profundidad, su traslúcida belleza. Con ellos, esta nueva exposición completa una hermosa aventura de la pintura de nuestro tiempo.

Raúl Chávarri

La segunda concentración de aciertos de esta pintura se encuentra en la diversidad y en la armonía con las que se lleva a cabo un género ampliamente difundido: la figura. Rehuyendo lo adverbial y lo anecdótico, planteándose desde firme categorías estéticas y humanas, esta pintura nos ofrece toda una larga definición de los sentimientos esenciales del ser humano, de su calidad y de su desaliento, de su júbilo y sosiego.
La figura vive su pequeña aventura, establece una singular peripecia en la que nos transmite todos los configurantes de una humanidad viviendo en el regazo de una sociedad del desaliento.

Podríamos establecer una división del paisaje español en dos grandes linajes de realizaciones:
Por un lado apreciaríamos la obra de los artistas para los que el paisaje es simplemente una buena disposición de perspectivas, contrastes y accidentes de la naturaleza totalmente desprovistos de una tensión íntima. En segundo aspecto, veríamos en toda aquella pintura una específica forma de afirmar la personalidad, llevar al artista a indagar en serena continuidad sobre aquello que el paisaje sugiera en función de espacio del hombre como territorio al que el hombre se enfrenta y analiza.
Es en esta segunda dimensión en la que vemos proyectarse la obra de Luis Cajal. El paisaje es, como en las mejores páginas de la pintura, el lugar de encuentro donde se armonizan el pasado y el futuro, lo telúrico, lo ancestral, fundidos en una mirada nueva que, antes de erigirse en catalizadora de la realidad, prefiere plantearse como un gran instrumento de síntesis. Por ello, este paisaje lo reconocemos y lo identificamos, nos sentimos «en él». Es algo que hemos visto o hemos soñado, e incluso hemos desgranado ante él una parte de nuestra existencia. Este proceso de identificación da al paisaje una profundidad singular. Sobre él podemos establecer nuestras preferencias, pero ninguna llega ante nuestra mirada como algo banal.