La flor, el bodegón, la naturaleza muerta, son otras instancias en las que Luis Cajal cumple, despliega su oficio de maestría proporcionándonos unas imágenes de suave y serena firmeza en torno de las cuales parecemos sentir un aliento mágico de extraña densidad e inusitada poesía. Estas flores y estos objetos son emisarios de actitudes humanas, testigos de sentimientos que a través de ellos se expresan y transmitieran. De aquí su excepcional profundidad, su traslúcida belleza. Con ellos, esta nueva exposición completa una hermosa aventura de la pintura de nuestro tiempo.
Presente a través de la historia de la pintura, desde la más clásica a la más moderna, el bodegón se adapta a la personalidad de cada autor y, pese a cambios y modas, mantiene unas características de composición y elementos (utensilios, verduras, frutos, flores, cacharros, caza e incluso libros y otros objetos) cuya ordenación y valoración queda a la libre voluntad del pintor. Luis Cajal (Zaragoza, 1926) ha cultivado siempre un bodegón intimista, armonioso, entonado de color, sereno y poético, acorde con su manera de hacer, proclive a los interiores familiares durante muchos años, a las figuras estáticas y nostálgicas, aunque, en los últimos tiempos, ha abierto su paleta a los paisajes, que conservan así mismo ese «intimismo» peculiar. En la doble exposición que ahora presenta en Madrid (treinta y dos obras en Carmen Andrade y veinticinco en Club 24), Cajal ha repartido los diversos géneros, dedicando los más suntuosos bodegones al Club 24 y otros, más reducidos, junto con una colección de figuras, desnudos y delicados paisajes en pequeño formato, a la sala Carmen Andrade. Esta separación no quita unidad a la muestra, que recoge su más reciente producción y que revalida la calidad de pintura ya consagrada, a través de los años, por galardones, textos críticos y acogida del público aficionado. Se ha insistido en las gamas de azules de Luis Cajal, en sus gamas ocres y en sus gamas verdes, apoyadas en unos blancos que se integran y acomodan sin estridencias. Esta pintura tiene mucha ciencia y transparencia, una sabia e insistente utilización de la veladura, un manejo apropiado de los «mediums» (su cocina secreta) y un toque sensible que le aproxima al contemplador. Y tiene sobre todo un conocimiento del bodegón tradicional, que el pintor no sigue en su aspecto más realista, sino que transforma con talento en un «producto» artístico adecuado a nuestra hora. Bienvenida esta doble y hermosa exposición de Luis Cajal.
El pintor Luis Cajal -nacido en Zaragoza y, después de sus estudios en los Escolapios, vecino de Madrid desde 1934- vuelve a exponer en la capital de España. Luis, artista de rara puntualidad, repite que «vuelve» a Madrid cada dos años, en las elegantes galerías del barrio de Salamanca. Tras la inauguración de todas sus muestras se multiplican los elogios de la crítica, mientras el público admira y compra las obras de artista. La principal novedad de esta nueva aparición del nombre aragonés de Luis Cajal en las carteleras artísticas madrileñas es que surge por partida doble. Efectivamente, la galerista habitual de Cajal, Carmen Andrade, ha tenido la feliz idea de dividir la nueva y amplia entrega de nuestro paisano en dos salas. La propia galería Carmen Andrade, en la calle General Pardiñas, acoge los cuadros de pequeño formato, mientras que los de mayores dimensiones se exhiben en la galería Club 24, en la calle de Claudio Coello. «Es un experimento, si puede llamarse así -dice Carmen Andrade-, que ya realicé el pasado mes de noviembre con una excelente exposición de Montesinos. Como no quería dividir la exposición en dos etapas sucesivas, presenté una parte en mi propia sala y otra la llevé a una sala colaboradora, Durán. Ahora con Luis Cajal, que precisamente inauguró la sala que lleva mi nombre en 1987, vuelvo a presentar un mismo pintor, una misma exposición, en dos escenarios distintos.» Eso, en cuanto a la presentación material de la obra nueva y reciente de Luis Cajal. En cuanto a la inspiración de aquélla, volvemos a encontrar los temas más queridos del pintor, que no son otros que paisajes delicados, desnudos exquisitos, bodegones refinados, marinas misteriosas, arlequines pensativos, maternidades melancólicas… Cajal permanece fiel a sus principios y creo que, con excepción de aquella «boutade» goyesca que presentó hace años en Madrid —una deliciosa versión de El entierro de la sardina—, no ha abandonado jamás sus temas de siempre. El artista de Zaragoza conoce su oficio y es ya, por veteranía y méritos, todo un maestro. Su dominio del dibujo y la pintura son realmente definitivos. Especialmente en el caso de los característicos bodegones del pintor, las bellísimas pinceladas del óleo se superponen, sin llegar nunca a ocultarlo, a un dibujo de gran calidad técnica, sin un fallo. Hace no muchos días recordaba el crítico A. M. Campoy en Blanco y Negro —en un excelente reportaje con ilustraciones en color, que ha sido el mejor prólogo a esta exposición— que los famosos maestros de Luis fueron Rafael Pellicer y Pancho Cossío. Dos de los grandes, sin nada que ver entre sí, pero que determinaron la futura carrera del artista aragonés. De Pellicer aprendió la disciplina en el oficio; de Pancho Cossío, la alquimia de una cocina que cobijaría luego, suntuosamente, toda su obra». Pues bien, aquel lejano aprendiz de pintor que fue Luis Cajal Garrigós se ha convertido ahora, a su vez, en todo un artista magistral. No sólo por la calidad —y también la cantidad— de su obra, sino por su propia conducta como artista. Dos veces a la semana, Luis da clase de pintura a jóvenes o juveniles aprendices en un local inmediato a la galería Carmen Andrade y, una vez a la semana, durante mañana y tarde, enseña también los secretos del arte y la técnica de la pintura en un estudio de Aravaca. Así es como Luis Cajal vive y trabaja en este Madrid convertido en su patria de adopción, hasta que Zaragoza, su ciudad natal, reconozca la categoría del pintor con esa gran exposición antológica y definitiva que todos esperamos. Según parece, las gestiones se iniciaron ya el pasado año. Pero el tiempo corre, sin que el acontecimiento artístico se produzca. Luis Cajal lo merece. Sus paisanos sabrán saldar algún día la antigua cuenta que tienen pendiente con él. Mientras tanto, Luis Seguirá trabajando con la honradez de oficio de un gran artista, en su estudio de Madrid o en el que ocupa durante el verano en tierras de Alicante. «Me he hecho a la maravillosa luz de Madrid —dice—, aunque no rechazo otras. Cuando pinto paisajes, por ejemplo, prefiero los de Levante, los de mi Aragón natal, los franceses de Las Landas, por ejemplo, a los que tengo aquí en Madrid, mucho más cerca.» Yo creo que esos pequeños árboles y sus celajes de un azul lleno de matices constituyen, junto con los bodegones, no lo mejor —porque en Cajal todo es «mejor»—, sino lo más típico del pintor zaragozano.
La multitud de formas que adopta la expresión permite hablar aquí de un pintor al que clasificar de expresionista sería equivocado. Luis Cajal es un artista equilibrado entre el rigor de la forma y la distorsión de la expresividad. La situación de su arte en el fiel de la balanza le permite construir sólidamente sus obras y tener atrevimientos de inquieta variedad. Su exposición manifiesta la amplitud de su criterio y de sus motivaciones, así como su capacidad de sentir la viveza de las emociones y de expresarlas con serenidad.
Venancio Sánchez Marín, «Revista GOYA»
La palabra justa es ésta: deliciosa. Deliciosa exposición de un maestro sobre el que nunca nos cansaremos de llamar la atención, en cuya obra es obligado advertir los datos que hoy por hoy caracterizan la mejor pintura: una sensibilidad muy de su tiempo y una extraordinaria recuperación de los grandes recursos expresivos, del oficio en suma. Estos temples así lo demuestran, y en tanta o mayor medida las variaciones sobre el mundo de Goya.
El mundo es azul en la pintura de Luis Cajal. Un azul múltiple y modulado que va envolviendo a los demás colores con que ha determinado el pintor una realidad sencilla para que así quede sometida al sueño de una atmósfera poética y amable. Si hay aquí un color que dialogue con ese «azul Cajal» es el blanco; porque, ¿quién ha dicho que el blanco no es color en el lenguaje de la pintura? Habrá que quedarse a saborear ese sustantivo, «pintura», cuando nos refiramos a la obra de Luis Cajal. Porque aquí la Pintura lo hace todo: dibuja, modela, construye… Cada forma es una llama de color que huye de su contorno, siempre ascendente como buscando el azul total del cielo. Todo, bodegón o figura, se baña en esa atmósfera blanda de color que deja a la realidad en un estado lírico, purificada de sombras como pulpa de luz. Pintor de bien saber y de buen sentir la pintura es éste.
Hablar de la pintura de Luis Cajal es tan difícil como hablar del color del mar sin añadirle más matices que los reales. Cajal es un pintor tan a fondo del oficio, que adjetivar su obra como tan excelsamente bien hecha que parece la de un Vermeer español en el que se ha filtrado la aparición de Velázquez, es poco o es mucho. Deliberadamente no recurrimos a nuestro archivo para repetir o continuar nuestra opinión sobre la obra de este pintor zaragozano. En Cajal la difícil sencillez de su estilo —sin estilo— complica el comentario. Decía Azorín: «El estilo es… no tener estilo» (comentarios sobre la obra de Baroja). En la afirmación de Azorín está Cajal. Sigue el pintor fiel a sus asuntos: bodegones, flores, marines, figura. Permanece en su tonalidad el azul. Y carmines, blancos, tierras y violetas. Las mesas, el mantel. Sobre todo, la hermosa luz. Translúcida luz de los cuadros de Cajal. Los volúmenes tienen ese peso exacto de la percepción visual que, conociendo de antemano la real de cada uno de ellos, se transforma en esta pintura, por la emoción de ese artista que es Cajal en la fiel interpretación de lo que resulta en la transmutación pictórica. Las cosas, los seres, el aire y el tiempo tienen que ser las mismas, pero otras en la pintura. Es lo que ocurre en estas obras. Pienso, ante los cuadros de Cajal, en las lecciones rigurosas de Cezánne: la modelación pictórica de los volúmenes del aire, del tiempo. Se empeñaba el pintor francés en demostrar que un cilindro, una botella, pueden ser un desnudo de mujer o un paisaje. Pero, esto que se ha utilizado hasta la saciedad y el acartonamiento en sus epígonos, cuenta con la hermosa calidad cromática y poética de Cajal que no tuvo el ascético provenzal.
Esas manchas de color que, en superficies planas y por medio de los tonos cálidos y fríos, estructuran progresivamente el valor de la estructura de los volúmenes se originan en Cezánne, pero alcanzan en el artista español mayor riqueza de matices, de color y luces, y un refinamiento superior y personal. La cuestión, aparte esas premisas, consiste en el trabajo de la materia, en su fundamental preparación: como en los tiempos gremiales de la onza de tierra de Sevilla, de linaza, de polvo de mármol y esos otros aditamentos que constituyen el laboratorio de los colores preparados. Con esas magníficas —y hoy raras— especies trabaja Luis Cajal su pintura. Y, así, le surgen esos tonos que se inventa desde la base tradicional; así lo estudia con una extraordinaria honradez estética: de ese modo, un cuadro de Cajal es toda una lección de esencia, nacida de la complejidad de tal categoría de maestro, de lo que es el arte profesional de un cuadro. Ha ganado el maestro en nitidez pictórica, en rotundidad dibujística, en matices lumínicos, respecto de otras exposiciones anteriores. Hoy, dentro de esa rotundidad que es su manera de pintar, encuentro mayor sutileza en la adecuación de volúmenes y formas, de ambiente y fondos. Como intento de información de lo que no puede verse totalmente en una crónica, acercaríamos a Cajal en una suerte de neo-impresionista que matizara líricamente la lucidez realista de la pintura española. No sé si es válida esa mezcla de definición, pero no encuentro otra más aproximada. Porque Cajal, en el que se encuentra algo de Pancho Cossío —en algunos cuadros— dista, sin embargo, del último en que la materia es totalmente distinta. Más acumulada en el segundo, más sutil en el primero. Y, como hemos hablado de poesía, si hiciéramos un paralelismo entre la composición escrita y la pictórica, nos encontraríamos con una representación del soneto. Serena, profunda, medida, grave, de exacta medición: así, la pintura de Luis Cajal.
Elena Flórez
Toda la obra de Cajal —la de ayer y la de hoy— alienta en lo amorosamente cultivado y en lo sensitivamente concebido. Es una pintura estática, de momentos detenidos en el tiempo, cargados de gravedad, aun siendo tan ligeros y leves en su apariencia, preocupados por los modales de las cosas, por su comportamiento estructural. Pintura de color, que es como decir pintura de luz. El color es aquí, más que un contribuyente a exigencias de la forma, el alma de la forma misma. El color ordena y distribuye los modos y comportamientos de esta inventiva, explicándolos y justificándolos, sin necesidad de abrirles las carnes a las cosas aquí expuestas, sino discurriendo sobre ellas para darnos su aroma y su aire: «seriedad de método, orden y aliento de poesía», he dicho anteriormente de esta pintura. Creo, en verdad, que se puede ahora insistir en tal cuestión, sin temor a emitir un juicio falso sobre esta inventiva.
Castro Arines, «Informaciones»
Lenta y rigurosamente elaboradas, construidas en volúmenes encerrados, a veces en trazos gruesos, las telas (de Luis Cajal), de bellas resonancias, crean un clima, un ambiente poético dentro de su densidad.
Hay pintores que encuentran un instante en el tiempo, lo apresan, y permanecen en él, como Serny en la ”belle époque” y Juan Esplandiú en el Madrid de los años veinte. Hay otros, como Luis Cajal, que eternizan el instante y el motivo, para darnos la justificación plástica de un ayer inconcreto. En él caben, quietos, mayestáticos, los personajes de la Comedia del Arte (Pierrot, Arlequín, Colombina), junto a los Ángeles, Arcángeles, Serafines, Querubines, Tronos y Dominaciones. Es un ayer de vivencias, no siempre conscientes, en el que el recuerdo de una infancia resucita, por sí mismo, ambientes de un hogar compuesto, según la antigua costumbre, de recibimiento, sala, despacho, comedor, dormitorios, despensa, trastero, cocina y cuartos de estar, de aseo y de servicio, unido el todo por un largo pasillo. Esto tiene su importancia, pues Luis Cajal pinta siempre lo que había (hay) en ese piso mesocrático madrileño, de espaldas al mirador y los balcones. Y en este universo interior cabe preguntarse cuánto hay de autobiografía recobrada y cuanto de síntesis, buscada y lúcida, de unos valores estéticos ocultos, subyacentes, en lo cotidiano, en lo inmediato. Independientemente de que esta inmediatez no se corresponda con la nuestra de hoy, ausente de aparadores con cristalería de boda, trincheros con frutas de parafina, manteles a cuadros rojos o azules, visillos de organdí, cortinas que penden de barras de latón dorado, veladores con tapete de punto y búcaro con flores de papel encerado, vitrinas con abanicos y cajitas de plata, piano vertical negro, busto de Beethoven en escayola y litografías cinegéticas en las paredes. Hasta el paisaje que se adivina por la ventana es un paisaje “de antes”, de Naturaleza inviolada y limpia, como los desnudos, que lo son, y como la luz de esa tarde olvidada con merienda de pan y chocolate. Todo esto contiene la pintura de Luis Cajal y, por ello, resulta única e irrepetible, ya que es algo que, hasta cuando lo expresa en el lienzo, le pertenece y sólo a medias lo comparte con el espectador. Lo que sí entrega en cada cuadro es su conocimiento de la pintura, que también es “de antes” por el cuidado, el amor al oficio y a sus materiales (medios, aceites, resina, pigmentos, barnices), manipulados siempre con un conocimiento que le llega, por igual, del estudio y de la experiencia. Podemos abstraernos del motivo (aunque no sea fácil) y quedarnos en el procedimiento, en la calidad de una pintura sabia, aplicada con seguridad, fresca o insistida, transparente u opaca, luminosa siempre. O en el color (gamas azules, grises, ocres), que engañosamente podría calificarle de “colorista” si una sensibilidad manifiesta no velara el exceso. Pintor de la intimidad, de su intimidad, nos trae de nuevo Luis Cajal la confidencia de los óleos y los temples, el capítulo siguiente de una historia que fluye desde el pasado con la misma agua y distintos reflejos.
Javier Rubio
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