Hace tres años estrenaba la Galería Drouand, de París, una nueva modalidad de venta: la pintura «a prueba». El comprador podía «convivir», sin compromiso, con el cuadro durante un mes. Si después de este plazo, el cuadro, el hombre y el lugar «estaban de acuerdo», se realizaba la compra «en firme». Y es que a los dos elementos tradicionales (contemplación y comprensión) se ha sumado un nuevo concepto: la integración de la pintura en el ambiente. Por eso, Drounat promovió esta etapa previa de «relaciones» entre el cuadro y el hombre. Esta etapa de contacto cotidiano con la belleza, hasta la conquista o el rechazo. Pues bien: la pintura de Luis Cajal apenas necesita esta prueba. Se adivina que su mundo, intimista, de clima propio, ha de adaptarse a cualquier situación. Por la gama de sus azules sedantes (cobalto, ultramar, cerúleo, prusia), de sus colores inalterables al paso del tiempo, de sus serenas transparencias. Ninguna de sus figuras turba o rompe la intimidad o el equilibrio. Llegan a nuestro espacio interior como residentes, adscritos desde siempre al muro que aguarda. Son (floristas, arlequines, doncellas, niños, ángeles) seres esenciados, que no narran sus problemas cotidianos ni repiten su historia. Son (bodegones, paisajes) esquemas permanentes, prototipos, imagos, asideros frente a lo mutable. La pintura de Luis Cajal (pintor aragonés afincado en Madrid, con numerosas exposiciones a su cuenta Beca March 1967) es estática. Su atmósfera se ha detenido y remansado. Es punto de referencia para medir lo que se aleja y lo que se aproxima al hombre y a sus sueños. Y sus experiencias cromáticas y sus técnicas mixtas son (sólo) un vehículo para perennizar y transmitir la realidad poetizada. Para dejar testimonio de un momento en que la moda y el modo coincidieron en el continuo espacio-tiempo.
La segunda concentración de aciertos de esta pintura se encuentra en la diversidad y en la armonía con las que se lleva a cabo un género ampliamente difundido: la figura. Rehuyendo lo adverbial y lo anecdótico, planteándose desde firme categorías estéticas y humanas, esta pintura nos ofrece toda una larga definición de los sentimientos esenciales del ser humano, de su calidad y de su desaliento, de su júbilo y sosiego. La figura vive su pequeña aventura, establece una singular peripecia en la que nos transmite todos los configurantes de una humanidad viviendo en el regazo de una sociedad del desaliento.
Podríamos establecer una división del paisaje español en dos grandes linajes de realizaciones: Por un lado apreciaríamos la obra de los artistas para los que el paisaje es simplemente una buena disposición de perspectivas, contrastes y accidentes de la naturaleza totalmente desprovistos de una tensión íntima. En segundo aspecto, veríamos en toda aquella pintura una específica forma de afirmar la personalidad, llevar al artista a indagar en serena continuidad sobre aquello que el paisaje sugiera en función de espacio del hombre como territorio al que el hombre se enfrenta y analiza. Es en esta segunda dimensión en la que vemos proyectarse la obra de Luis Cajal. El paisaje es, como en las mejores páginas de la pintura, el lugar de encuentro donde se armonizan el pasado y el futuro, lo telúrico, lo ancestral, fundidos en una mirada nueva que, antes de erigirse en catalizadora de la realidad, prefiere plantearse como un gran instrumento de síntesis. Por ello, este paisaje lo reconocemos y lo identificamos, nos sentimos «en él». Es algo que hemos visto o hemos soñado, e incluso hemos desgranado ante él una parte de nuestra existencia. Este proceso de identificación da al paisaje una profundidad singular. Sobre él podemos establecer nuestras preferencias, pero ninguna llega ante nuestra mirada como algo banal.
El pintor Luis Cajal -nacido en Zaragoza y, después de sus estudios en los Escolapios, vecino de Madrid desde 1934- vuelve a exponer en la capital de España. Luis, artista de rara puntualidad, repite que «vuelve» a Madrid cada dos años, en las elegantes galerías del barrio de Salamanca. Tras la inauguración de todas sus muestras se multiplican los elogios de la crítica, mientras el público admira y compra las obras de artista. La principal novedad de esta nueva aparición del nombre aragonés de Luis Cajal en las carteleras artísticas madrileñas es que surge por partida doble. Efectivamente, la galerista habitual de Cajal, Carmen Andrade, ha tenido la feliz idea de dividir la nueva y amplia entrega de nuestro paisano en dos salas. La propia galería Carmen Andrade, en la calle General Pardiñas, acoge los cuadros de pequeño formato, mientras que los de mayores dimensiones se exhiben en la galería Club 24, en la calle de Claudio Coello. «Es un experimento, si puede llamarse así -dice Carmen Andrade-, que ya realicé el pasado mes de noviembre con una excelente exposición de Montesinos. Como no quería dividir la exposición en dos etapas sucesivas, presenté una parte en mi propia sala y otra la llevé a una sala colaboradora, Durán. Ahora con Luis Cajal, que precisamente inauguró la sala que lleva mi nombre en 1987, vuelvo a presentar un mismo pintor, una misma exposición, en dos escenarios distintos.» Eso, en cuanto a la presentación material de la obra nueva y reciente de Luis Cajal. En cuanto a la inspiración de aquélla, volvemos a encontrar los temas más queridos del pintor, que no son otros que paisajes delicados, desnudos exquisitos, bodegones refinados, marinas misteriosas, arlequines pensativos, maternidades melancólicas… Cajal permanece fiel a sus principios y creo que, con excepción de aquella «boutade» goyesca que presentó hace años en Madrid —una deliciosa versión de El entierro de la sardina—, no ha abandonado jamás sus temas de siempre. El artista de Zaragoza conoce su oficio y es ya, por veteranía y méritos, todo un maestro. Su dominio del dibujo y la pintura son realmente definitivos. Especialmente en el caso de los característicos bodegones del pintor, las bellísimas pinceladas del óleo se superponen, sin llegar nunca a ocultarlo, a un dibujo de gran calidad técnica, sin un fallo. Hace no muchos días recordaba el crítico A. M. Campoy en Blanco y Negro —en un excelente reportaje con ilustraciones en color, que ha sido el mejor prólogo a esta exposición— que los famosos maestros de Luis fueron Rafael Pellicer y Pancho Cossío. Dos de los grandes, sin nada que ver entre sí, pero que determinaron la futura carrera del artista aragonés. De Pellicer aprendió la disciplina en el oficio; de Pancho Cossío, la alquimia de una cocina que cobijaría luego, suntuosamente, toda su obra». Pues bien, aquel lejano aprendiz de pintor que fue Luis Cajal Garrigós se ha convertido ahora, a su vez, en todo un artista magistral. No sólo por la calidad —y también la cantidad— de su obra, sino por su propia conducta como artista. Dos veces a la semana, Luis da clase de pintura a jóvenes o juveniles aprendices en un local inmediato a la galería Carmen Andrade y, una vez a la semana, durante mañana y tarde, enseña también los secretos del arte y la técnica de la pintura en un estudio de Aravaca. Así es como Luis Cajal vive y trabaja en este Madrid convertido en su patria de adopción, hasta que Zaragoza, su ciudad natal, reconozca la categoría del pintor con esa gran exposición antológica y definitiva que todos esperamos. Según parece, las gestiones se iniciaron ya el pasado año. Pero el tiempo corre, sin que el acontecimiento artístico se produzca. Luis Cajal lo merece. Sus paisanos sabrán saldar algún día la antigua cuenta que tienen pendiente con él. Mientras tanto, Luis Seguirá trabajando con la honradez de oficio de un gran artista, en su estudio de Madrid o en el que ocupa durante el verano en tierras de Alicante. «Me he hecho a la maravillosa luz de Madrid —dice—, aunque no rechazo otras. Cuando pinto paisajes, por ejemplo, prefiero los de Levante, los de mi Aragón natal, los franceses de Las Landas, por ejemplo, a los que tengo aquí en Madrid, mucho más cerca.» Yo creo que esos pequeños árboles y sus celajes de un azul lleno de matices constituyen, junto con los bodegones, no lo mejor —porque en Cajal todo es «mejor»—, sino lo más típico del pintor zaragozano.
El mundo es azul en la pintura de Luis Cajal. Un azul múltiple y modulado que va envolviendo a los demás colores con que ha determinado el pintor una realidad sencilla para que así quede sometida al sueño de una atmósfera poética y amable. Si hay aquí un color que dialogue con ese «azul Cajal» es el blanco; porque, ¿quién ha dicho que el blanco no es color en el lenguaje de la pintura? Habrá que quedarse a saborear ese sustantivo, «pintura», cuando nos refiramos a la obra de Luis Cajal. Porque aquí la Pintura lo hace todo: dibuja, modela, construye… Cada forma es una llama de color que huye de su contorno, siempre ascendente como buscando el azul total del cielo. Todo, bodegón o figura, se baña en esa atmósfera blanda de color que deja a la realidad en un estado lírico, purificada de sombras como pulpa de luz. Pintor de bien saber y de buen sentir la pintura es éste.
La multitud de formas que adopta la expresión permite hablar aquí de un pintor al que clasificar de expresionista sería equivocado. Luis Cajal es un artista equilibrado entre el rigor de la forma y la distorsión de la expresividad. La situación de su arte en el fiel de la balanza le permite construir sólidamente sus obras y tener atrevimientos de inquieta variedad. Su exposición manifiesta la amplitud de su criterio y de sus motivaciones, así como su capacidad de sentir la viveza de las emociones y de expresarlas con serenidad.
Venancio Sánchez Marín, «Revista GOYA»
La palabra justa es ésta: deliciosa. Deliciosa exposición de un maestro sobre el que nunca nos cansaremos de llamar la atención, en cuya obra es obligado advertir los datos que hoy por hoy caracterizan la mejor pintura: una sensibilidad muy de su tiempo y una extraordinaria recuperación de los grandes recursos expresivos, del oficio en suma. Estos temples así lo demuestran, y en tanta o mayor medida las variaciones sobre el mundo de Goya.
Presente a través de la historia de la pintura, desde la más clásica a la más moderna, el bodegón se adapta a la personalidad de cada autor y, pese a cambios y modas, mantiene unas características de composición y elementos (utensilios, verduras, frutos, flores, cacharros, caza e incluso libros y otros objetos) cuya ordenación y valoración queda a la libre voluntad del pintor. Luis Cajal (Zaragoza, 1926) ha cultivado siempre un bodegón intimista, armonioso, entonado de color, sereno y poético, acorde con su manera de hacer, proclive a los interiores familiares durante muchos años, a las figuras estáticas y nostálgicas, aunque, en los últimos tiempos, ha abierto su paleta a los paisajes, que conservan así mismo ese «intimismo» peculiar. En la doble exposición que ahora presenta en Madrid (treinta y dos obras en Carmen Andrade y veinticinco en Club 24), Cajal ha repartido los diversos géneros, dedicando los más suntuosos bodegones al Club 24 y otros, más reducidos, junto con una colección de figuras, desnudos y delicados paisajes en pequeño formato, a la sala Carmen Andrade. Esta separación no quita unidad a la muestra, que recoge su más reciente producción y que revalida la calidad de pintura ya consagrada, a través de los años, por galardones, textos críticos y acogida del público aficionado. Se ha insistido en las gamas de azules de Luis Cajal, en sus gamas ocres y en sus gamas verdes, apoyadas en unos blancos que se integran y acomodan sin estridencias. Esta pintura tiene mucha ciencia y transparencia, una sabia e insistente utilización de la veladura, un manejo apropiado de los «mediums» (su cocina secreta) y un toque sensible que le aproxima al contemplador. Y tiene sobre todo un conocimiento del bodegón tradicional, que el pintor no sigue en su aspecto más realista, sino que transforma con talento en un «producto» artístico adecuado a nuestra hora. Bienvenida esta doble y hermosa exposición de Luis Cajal.
Javier Rubio ABC. 2 de mayo de 1991
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