La flor, el bodegón, la naturaleza muerta, son otras instancias en las que Luis Cajal cumple, despliega su oficio de maestría proporcionándonos unas imágenes de suave y serena firmeza en torno de las cuales parecemos sentir un aliento mágico de extraña densidad e inusitada poesía. Estas flores y estos objetos son emisarios de actitudes humanas, testigos de sentimientos que a través de ellos se expresan y transmitieran. De aquí su excepcional profundidad, su traslúcida belleza. Con ellos, esta nueva exposición completa una hermosa aventura de la pintura de nuestro tiempo.
Podríamos establecer una división del paisaje español en dos grandes linajes de realizaciones: Por un lado apreciaríamos la obra de los artistas para los que el paisaje es simplemente una buena disposición de perspectivas, contrastes y accidentes de la naturaleza totalmente desprovistos de una tensión íntima. En segundo aspecto, veríamos en toda aquella pintura una específica forma de afirmar la personalidad, llevar al artista a indagar en serena continuidad sobre aquello que el paisaje sugiera en función de espacio del hombre como territorio al que el hombre se enfrenta y analiza. Es en esta segunda dimensión en la que vemos proyectarse la obra de Luis Cajal. El paisaje es, como en las mejores páginas de la pintura, el lugar de encuentro donde se armonizan el pasado y el futuro, lo telúrico, lo ancestral, fundidos en una mirada nueva que, antes de erigirse en catalizadora de la realidad, prefiere plantearse como un gran instrumento de síntesis. Por ello, este paisaje lo reconocemos y lo identificamos, nos sentimos «en él». Es algo que hemos visto o hemos soñado, e incluso hemos desgranado ante él una parte de nuestra existencia. Este proceso de identificación da al paisaje una profundidad singular. Sobre él podemos establecer nuestras preferencias, pero ninguna llega ante nuestra mirada como algo banal.
Hace tres años estrenaba la Galería Drouand, de París, una nueva modalidad de venta: la pintura «a prueba». El comprador podía «convivir», sin compromiso, con el cuadro durante un mes. Si después de este plazo, el cuadro, el hombre y el lugar «estaban de acuerdo», se realizaba la compra «en firme». Y es que a los dos elementos tradicionales (contemplación y comprensión) se ha sumado un nuevo concepto: la integración de la pintura en el ambiente. Por eso, Drounat promovió esta etapa previa de «relaciones» entre el cuadro y el hombre. Esta etapa de contacto cotidiano con la belleza, hasta la conquista o el rechazo. Pues bien: la pintura de Luis Cajal apenas necesita esta prueba. Se adivina que su mundo, intimista, de clima propio, ha de adaptarse a cualquier situación. Por la gama de sus azules sedantes (cobalto, ultramar, cerúleo, prusia), de sus colores inalterables al paso del tiempo, de sus serenas transparencias. Ninguna de sus figuras turba o rompe la intimidad o el equilibrio. Llegan a nuestro espacio interior como residentes, adscritos desde siempre al muro que aguarda. Son (floristas, arlequines, doncellas, niños, ángeles) seres esenciados, que no narran sus problemas cotidianos ni repiten su historia. Son (bodegones, paisajes) esquemas permanentes, prototipos, imagos, asideros frente a lo mutable. La pintura de Luis Cajal (pintor aragonés afincado en Madrid, con numerosas exposiciones a su cuenta Beca March 1967) es estática. Su atmósfera se ha detenido y remansado. Es punto de referencia para medir lo que se aleja y lo que se aproxima al hombre y a sus sueños. Y sus experiencias cromáticas y sus técnicas mixtas son (sólo) un vehículo para perennizar y transmitir la realidad poetizada. Para dejar testimonio de un momento en que la moda y el modo coincidieron en el continuo espacio-tiempo.
El mundo es azul en la pintura de Luis Cajal. Un azul múltiple y modulado que va envolviendo a los demás colores con que ha determinado el pintor una realidad sencilla para que así quede sometida al sueño de una atmósfera poética y amable. Si hay aquí un color que dialogue con ese «azul Cajal» es el blanco; porque, ¿quién ha dicho que el blanco no es color en el lenguaje de la pintura? Habrá que quedarse a saborear ese sustantivo, «pintura», cuando nos refiramos a la obra de Luis Cajal. Porque aquí la Pintura lo hace todo: dibuja, modela, construye… Cada forma es una llama de color que huye de su contorno, siempre ascendente como buscando el azul total del cielo. Todo, bodegón o figura, se baña en esa atmósfera blanda de color que deja a la realidad en un estado lírico, purificada de sombras como pulpa de luz. Pintor de bien saber y de buen sentir la pintura es éste.
Presente a través de la historia de la pintura, desde la más clásica a la más moderna, el bodegón se adapta a la personalidad de cada autor y, pese a cambios y modas, mantiene unas características de composición y elementos (utensilios, verduras, frutos, flores, cacharros, caza e incluso libros y otros objetos) cuya ordenación y valoración queda a la libre voluntad del pintor. Luis Cajal (Zaragoza, 1926) ha cultivado siempre un bodegón intimista, armonioso, entonado de color, sereno y poético, acorde con su manera de hacer, proclive a los interiores familiares durante muchos años, a las figuras estáticas y nostálgicas, aunque, en los últimos tiempos, ha abierto su paleta a los paisajes, que conservan así mismo ese «intimismo» peculiar. En la doble exposición que ahora presenta en Madrid (treinta y dos obras en Carmen Andrade y veinticinco en Club 24), Cajal ha repartido los diversos géneros, dedicando los más suntuosos bodegones al Club 24 y otros, más reducidos, junto con una colección de figuras, desnudos y delicados paisajes en pequeño formato, a la sala Carmen Andrade. Esta separación no quita unidad a la muestra, que recoge su más reciente producción y que revalida la calidad de pintura ya consagrada, a través de los años, por galardones, textos críticos y acogida del público aficionado. Se ha insistido en las gamas de azules de Luis Cajal, en sus gamas ocres y en sus gamas verdes, apoyadas en unos blancos que se integran y acomodan sin estridencias. Esta pintura tiene mucha ciencia y transparencia, una sabia e insistente utilización de la veladura, un manejo apropiado de los «mediums» (su cocina secreta) y un toque sensible que le aproxima al contemplador. Y tiene sobre todo un conocimiento del bodegón tradicional, que el pintor no sigue en su aspecto más realista, sino que transforma con talento en un «producto» artístico adecuado a nuestra hora. Bienvenida esta doble y hermosa exposición de Luis Cajal.
Hablar de la pintura de Luis Cajal es tan difícil como hablar del color del mar sin añadirle más matices que los reales. Cajal es un pintor tan a fondo del oficio, que adjetivar su obra como tan excelsamente bien hecha que parece la de un Vermeer español en el que se ha filtrado la aparición de Velázquez, es poco o es mucho. Deliberadamente no recurrimos a nuestro archivo para repetir o continuar nuestra opinión sobre la obra de este pintor zaragozano. En Cajal la difícil sencillez de su estilo —sin estilo— complica el comentario. Decía Azorín: «El estilo es… no tener estilo» (comentarios sobre la obra de Baroja). En la afirmación de Azorín está Cajal. Sigue el pintor fiel a sus asuntos: bodegones, flores, marines, figura. Permanece en su tonalidad el azul. Y carmines, blancos, tierras y violetas. Las mesas, el mantel. Sobre todo, la hermosa luz. Translúcida luz de los cuadros de Cajal. Los volúmenes tienen ese peso exacto de la percepción visual que, conociendo de antemano la real de cada uno de ellos, se transforma en esta pintura, por la emoción de ese artista que es Cajal en la fiel interpretación de lo que resulta en la transmutación pictórica. Las cosas, los seres, el aire y el tiempo tienen que ser las mismas, pero otras en la pintura. Es lo que ocurre en estas obras. Pienso, ante los cuadros de Cajal, en las lecciones rigurosas de Cezánne: la modelación pictórica de los volúmenes del aire, del tiempo. Se empeñaba el pintor francés en demostrar que un cilindro, una botella, pueden ser un desnudo de mujer o un paisaje. Pero, esto que se ha utilizado hasta la saciedad y el acartonamiento en sus epígonos, cuenta con la hermosa calidad cromática y poética de Cajal que no tuvo el ascético provenzal.
Esas manchas de color que, en superficies planas y por medio de los tonos cálidos y fríos, estructuran progresivamente el valor de la estructura de los volúmenes se originan en Cezánne, pero alcanzan en el artista español mayor riqueza de matices, de color y luces, y un refinamiento superior y personal. La cuestión, aparte esas premisas, consiste en el trabajo de la materia, en su fundamental preparación: como en los tiempos gremiales de la onza de tierra de Sevilla, de linaza, de polvo de mármol y esos otros aditamentos que constituyen el laboratorio de los colores preparados. Con esas magníficas —y hoy raras— especies trabaja Luis Cajal su pintura. Y, así, le surgen esos tonos que se inventa desde la base tradicional; así lo estudia con una extraordinaria honradez estética: de ese modo, un cuadro de Cajal es toda una lección de esencia, nacida de la complejidad de tal categoría de maestro, de lo que es el arte profesional de un cuadro. Ha ganado el maestro en nitidez pictórica, en rotundidad dibujística, en matices lumínicos, respecto de otras exposiciones anteriores. Hoy, dentro de esa rotundidad que es su manera de pintar, encuentro mayor sutileza en la adecuación de volúmenes y formas, de ambiente y fondos. Como intento de información de lo que no puede verse totalmente en una crónica, acercaríamos a Cajal en una suerte de neo-impresionista que matizara líricamente la lucidez realista de la pintura española. No sé si es válida esa mezcla de definición, pero no encuentro otra más aproximada. Porque Cajal, en el que se encuentra algo de Pancho Cossío —en algunos cuadros— dista, sin embargo, del último en que la materia es totalmente distinta. Más acumulada en el segundo, más sutil en el primero. Y, como hemos hablado de poesía, si hiciéramos un paralelismo entre la composición escrita y la pictórica, nos encontraríamos con una representación del soneto. Serena, profunda, medida, grave, de exacta medición: así, la pintura de Luis Cajal.
Elena Flórez
Toda la obra de Cajal —la de ayer y la de hoy— alienta en lo amorosamente cultivado y en lo sensitivamente concebido. Es una pintura estática, de momentos detenidos en el tiempo, cargados de gravedad, aun siendo tan ligeros y leves en su apariencia, preocupados por los modales de las cosas, por su comportamiento estructural. Pintura de color, que es como decir pintura de luz. El color es aquí, más que un contribuyente a exigencias de la forma, el alma de la forma misma. El color ordena y distribuye los modos y comportamientos de esta inventiva, explicándolos y justificándolos, sin necesidad de abrirles las carnes a las cosas aquí expuestas, sino discurriendo sobre ellas para darnos su aroma y su aire: «seriedad de método, orden y aliento de poesía», he dicho anteriormente de esta pintura. Creo, en verdad, que se puede ahora insistir en tal cuestión, sin temor a emitir un juicio falso sobre esta inventiva.
Castro Arines, «Informaciones»
Lenta y rigurosamente elaboradas, construidas en volúmenes encerrados, a veces en trazos gruesos, las telas (de Luis Cajal), de bellas resonancias, crean un clima, un ambiente poético dentro de su densidad.
La multitud de formas que adopta la expresión permite hablar aquí de un pintor al que clasificar de expresionista sería equivocado. Luis Cajal es un artista equilibrado entre el rigor de la forma y la distorsión de la expresividad. La situación de su arte en el fiel de la balanza le permite construir sólidamente sus obras y tener atrevimientos de inquieta variedad. Su exposición manifiesta la amplitud de su criterio y de sus motivaciones, así como su capacidad de sentir la viveza de las emociones y de expresarlas con serenidad.
Venancio Sánchez Marín, «Revista GOYA»
La palabra justa es ésta: deliciosa. Deliciosa exposición de un maestro sobre el que nunca nos cansaremos de llamar la atención, en cuya obra es obligado advertir los datos que hoy por hoy caracterizan la mejor pintura: una sensibilidad muy de su tiempo y una extraordinaria recuperación de los grandes recursos expresivos, del oficio en suma. Estos temples así lo demuestran, y en tanta o mayor medida las variaciones sobre el mundo de Goya.
A. M. Campoy
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