El pintor Luis Cajal -nacido en Zaragoza y, después de sus estudios en los Escolapios, vecino de Madrid desde 1934- vuelve a exponer en la capital de España. Luis, artista de rara puntualidad, repite que «vuelve» a Madrid cada dos años, en las elegantes galerías del barrio de Salamanca. Tras la inauguración de todas sus muestras se multiplican los elogios de la crítica, mientras el público admira y compra las obras de artista.
La principal novedad de esta nueva aparición del nombre aragonés de Luis Cajal en las carteleras artísticas madrileñas es que surge por partida doble. Efectivamente, la galerista habitual de Cajal, Carmen Andrade, ha tenido la feliz idea de dividir la nueva y amplia entrega de nuestro paisano en dos salas. La propia galería Carmen Andrade, en la calle General Pardiñas, acoge los cuadros de pequeño formato, mientras que los de mayores dimensiones se exhiben en la galería Club 24, en la calle de Claudio Coello.
«Es un experimento, si puede llamarse así -dice Carmen Andrade-, que ya realicé el pasado mes de noviembre con una excelente exposición de Montesinos. Como no quería dividir la exposición en dos etapas sucesivas, presenté una parte en mi propia sala y otra la llevé a una sala colaboradora, Durán. Ahora con Luis Cajal, que precisamente inauguró la sala que lleva mi nombre en 1987, vuelvo a presentar un mismo pintor, una misma exposición, en dos escenarios distintos.»
Eso, en cuanto a la presentación material de la obra nueva y reciente de Luis Cajal. En cuanto a la inspiración de aquélla, volvemos a encontrar los temas más queridos del pintor, que no son otros que paisajes delicados, desnudos exquisitos, bodegones refinados, marinas misteriosas, arlequines pensativos, maternidades melancólicas… Cajal permanece fiel a sus principios y creo que, con excepción de aquella «boutade» goyesca que presentó hace años en Madrid —una deliciosa versión de El entierro de la sardina—, no ha abandonado jamás sus temas de siempre.
El artista de Zaragoza conoce su oficio y es ya, por veteranía y méritos, todo un maestro. Su dominio del dibujo y la pintura son realmente definitivos. Especialmente en el caso de los característicos bodegones del pintor, las bellísimas pinceladas del óleo se superponen, sin llegar nunca a ocultarlo, a un dibujo de gran calidad técnica, sin un fallo. Hace no muchos días recordaba el crítico A. M. Campoy en Blanco y Negro —en un excelente reportaje con ilustraciones en color, que ha sido el mejor prólogo a esta exposición— que los famosos maestros de Luis fueron Rafael Pellicer y Pancho Cossío. Dos de los grandes, sin nada que ver entre sí, pero que determinaron la futura carrera del artista aragonés. De Pellicer aprendió la disciplina en el oficio; de Pancho Cossío, la alquimia de una cocina que cobijaría luego, suntuosamente, toda su obra».
Pues bien, aquel lejano aprendiz de pintor que fue Luis Cajal Garrigós se ha convertido ahora, a su vez, en todo un artista magistral. No sólo por la calidad —y también la cantidad— de su obra, sino por su propia conducta como artista. Dos veces a la semana, Luis da clase de pintura a jóvenes o juveniles aprendices en un local inmediato a la galería Carmen Andrade y, una vez a la semana, durante mañana y tarde, enseña también los secretos del arte y la técnica de la pintura en un estudio de Aravaca.
Así es como Luis Cajal vive y trabaja en este Madrid convertido en su patria de adopción, hasta que Zaragoza, su ciudad natal, reconozca la categoría del pintor con esa gran exposición antológica y definitiva que todos esperamos. Según parece, las gestiones se iniciaron ya el pasado año. Pero el tiempo corre, sin que el acontecimiento artístico se produzca. Luis Cajal lo merece. Sus paisanos sabrán saldar algún día la antigua cuenta que tienen pendiente con él. Mientras tanto, Luis Seguirá trabajando con la honradez de oficio de un gran artista, en su estudio de Madrid o en el que ocupa durante el verano en tierras de Alicante. «Me he hecho a la maravillosa luz de Madrid —dice—, aunque no rechazo otras. Cuando pinto paisajes, por ejemplo, prefiero los de Levante, los de mi Aragón natal, los franceses de Las Landas, por ejemplo, a los que tengo aquí en Madrid, mucho más cerca.» Yo creo que esos pequeños árboles y sus celajes de un azul lleno de matices constituyen, junto con los bodegones, no lo mejor —porque en Cajal todo es «mejor»—, sino lo más típico del pintor zaragozano.

P. G.
Heraldo de Aragón. 2 de mayo de 1991