PROFUNDIDAD DEL PAISAJE

Podríamos establecer una división del paisaje español en dos grandes linajes de realizaciones:
Por un lado apreciaríamos la obra de los artistas para los que el paisaje es simplemente una buena disposición de perspectivas, contrastes y accidentes de la naturaleza totalmente desprovistos de una tensión íntima. En segundo aspecto, veríamos en toda aquella pintura una específica forma de afirmar la personalidad, llevar al artista a indagar en serena continuidad sobre aquello que el paisaje sugiera en función de espacio del hombre como territorio al que el hombre se enfrenta y analiza.
Es en esta segunda dimensión en la que vemos proyectarse la obra de Luis Cajal. El paisaje es, como en las mejores páginas de la pintura, el lugar de encuentro donde se armonizan el pasado y el futuro, lo telúrico, lo ancestral, fundidos en una mirada nueva que, antes de erigirse en catalizadora de la realidad, prefiere plantearse como un gran instrumento de síntesis. Por ello, este paisaje lo reconocemos y lo identificamos, nos sentimos «en él». Es algo que hemos visto o hemos soñado, e incluso hemos desgranado ante él una parte de nuestra existencia. Este proceso de identificación da al paisaje una profundidad singular. Sobre él podemos establecer nuestras preferencias, pero ninguna llega ante nuestra mirada como algo banal.

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