EL TIEMPO DORMIDO

Hay pintores que encuentran un instante en el tiempo, lo apresan, y permanecen en él, como Serny en la ”belle époque” y Juan Esplandiú en el Madrid de los años veinte. Hay otros, como Luis Cajal, que eternizan el instante y el motivo, para darnos la justificación plástica de un ayer inconcreto. En él caben, quietos, mayestáticos, los personajes de la Comedia del Arte (Pierrot, Arlequín, Colombina), junto a los Ángeles, Arcángeles, Serafines, Querubines, Tronos y Dominaciones. Es un ayer de vivencias, no siempre conscientes, en el que el recuerdo de una infancia resucita, por sí mismo, ambientes de un hogar compuesto, según la antigua costumbre, de recibimiento, sala, despacho, comedor, dormitorios, despensa, trastero, cocina y cuartos de estar, de aseo y de servicio, unido el todo por un largo pasillo.
Esto tiene su importancia, pues Luis Cajal pinta siempre lo que había (hay) en ese piso mesocrático madrileño, de espaldas al mirador y los balcones. Y en este universo interior cabe preguntarse cuánto hay de autobiografía recobrada y cuanto de síntesis, buscada y lúcida, de unos valores estéticos ocultos, subyacentes, en lo cotidiano, en lo inmediato.
Independientemente de que esta inmediatez no se corresponda con la nuestra de hoy, ausente de aparadores con cristalería de boda, trincheros con frutas de parafina, manteles a cuadros rojos o azules, visillos de organdí, cortinas que penden de barras de latón dorado, veladores con tapete de punto y búcaro con flores de papel encerado, vitrinas con abanicos y cajitas de plata, piano vertical negro, busto de Beethoven en escayola y litografías cinegéticas en las paredes. Hasta el paisaje que se adivina por la ventana es un paisaje “de antes”, de Naturaleza inviolada y limpia, como los desnudos, que lo son, y como la luz de esa tarde olvidada con merienda de pan y chocolate.
Todo esto contiene la pintura de Luis Cajal y, por ello, resulta única e irrepetible, ya que es algo que, hasta cuando lo expresa en el lienzo, le pertenece y sólo a medias lo comparte con el espectador. Lo que sí entrega en cada cuadro es su conocimiento de la pintura, que también es “de antes” por el cuidado, el amor al oficio y a sus materiales (medios, aceites, resina, pigmentos, barnices), manipulados siempre con un conocimiento que le llega, por igual, del estudio y de la experiencia. Podemos abstraernos del motivo (aunque no sea fácil) y quedarnos en el procedimiento, en la calidad de una pintura sabia, aplicada con seguridad, fresca o insistida, transparente u opaca, luminosa siempre. O en el color (gamas azules, grises, ocres), que engañosamente podría calificarle de “colorista” si una sensibilidad manifiesta no velara el exceso.
Pintor de la intimidad, de su intimidad, nos trae de nuevo Luis Cajal la confidencia de los óleos y los temples, el capítulo siguiente de una historia que fluye desde el pasado con la misma agua y distintos reflejos.

Javier Rubio

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