Podríamos establecer una división del paisaje español en dos grandes linajes de realizaciones: Por un lado apreciaríamos la obra de los artistas para los que el paisaje es simplemente una buena disposición de perspectivas, contrastes y accidentes de la naturaleza totalmente desprovistos de una tensión íntima. En segundo aspecto, veríamos en toda aquella pintura una específica forma de afirmar la personalidad, llevar al artista a indagar en serena continuidad sobre aquello que el paisaje sugiera en función de espacio del hombre como territorio al que el hombre se enfrenta y analiza. Es en esta segunda dimensión en la que vemos proyectarse la obra de Luis Cajal. El paisaje es, como en las mejores páginas de la pintura, el lugar de encuentro donde se armonizan el pasado y el futuro, lo telúrico, lo ancestral, fundidos en una mirada nueva que, antes de erigirse en catalizadora de la realidad, prefiere plantearse como un gran instrumento de síntesis. Por ello, este paisaje lo reconocemos y lo identificamos, nos sentimos «en él». Es algo que hemos visto o hemos soñado, e incluso hemos desgranado ante él una parte de nuestra existencia. Este proceso de identificación da al paisaje una profundidad singular. Sobre él podemos establecer nuestras preferencias, pero ninguna llega ante nuestra mirada como algo banal.
La segunda concentración de aciertos de esta pintura se encuentra en la diversidad y en la armonía con las que se lleva a cabo un género ampliamente difundido: la figura. Rehuyendo lo adverbial y lo anecdótico, planteándose desde firme categorías estéticas y humanas, esta pintura nos ofrece toda una larga definición de los sentimientos esenciales del ser humano, de su calidad y de su desaliento, de su júbilo y sosiego. La figura vive su pequeña aventura, establece una singular peripecia en la que nos transmite todos los configurantes de una humanidad viviendo en el regazo de una sociedad del desaliento.
El mundo es azul en la pintura de Luis Cajal. Un azul múltiple y modulado que va envolviendo a los demás colores con que ha determinado el pintor una realidad sencilla para que así quede sometida al sueño de una atmósfera poética y amable. Si hay aquí un color que dialogue con ese «azul Cajal» es el blanco; porque, ¿quién ha dicho que el blanco no es color en el lenguaje de la pintura? Habrá que quedarse a saborear ese sustantivo, «pintura», cuando nos refiramos a la obra de Luis Cajal. Porque aquí la Pintura lo hace todo: dibuja, modela, construye… Cada forma es una llama de color que huye de su contorno, siempre ascendente como buscando el azul total del cielo. Todo, bodegón o figura, se baña en esa atmósfera blanda de color que deja a la realidad en un estado lírico, purificada de sombras como pulpa de luz. Pintor de bien saber y de buen sentir la pintura es éste.
Hace tres años estrenaba la Galería Drouand, de París, una nueva modalidad de venta: la pintura «a prueba». El comprador podía «convivir», sin compromiso, con el cuadro durante un mes. Si después de este plazo, el cuadro, el hombre y el lugar «estaban de acuerdo», se realizaba la compra «en firme». Y es que a los dos elementos tradicionales (contemplación y comprensión) se ha sumado un nuevo concepto: la integración de la pintura en el ambiente. Por eso, Drounat promovió esta etapa previa de «relaciones» entre el cuadro y el hombre. Esta etapa de contacto cotidiano con la belleza, hasta la conquista o el rechazo. Pues bien: la pintura de Luis Cajal apenas necesita esta prueba. Se adivina que su mundo, intimista, de clima propio, ha de adaptarse a cualquier situación. Por la gama de sus azules sedantes (cobalto, ultramar, cerúleo, prusia), de sus colores inalterables al paso del tiempo, de sus serenas transparencias. Ninguna de sus figuras turba o rompe la intimidad o el equilibrio. Llegan a nuestro espacio interior como residentes, adscritos desde siempre al muro que aguarda. Son (floristas, arlequines, doncellas, niños, ángeles) seres esenciados, que no narran sus problemas cotidianos ni repiten su historia. Son (bodegones, paisajes) esquemas permanentes, prototipos, imagos, asideros frente a lo mutable. La pintura de Luis Cajal (pintor aragonés afincado en Madrid, con numerosas exposiciones a su cuenta Beca March 1967) es estática. Su atmósfera se ha detenido y remansado. Es punto de referencia para medir lo que se aleja y lo que se aproxima al hombre y a sus sueños. Y sus experiencias cromáticas y sus técnicas mixtas son (sólo) un vehículo para perennizar y transmitir la realidad poetizada. Para dejar testimonio de un momento en que la moda y el modo coincidieron en el continuo espacio-tiempo.
El pintor Luis Cajal -nacido en Zaragoza y, después de sus estudios en los Escolapios, vecino de Madrid desde 1934- vuelve a exponer en la capital de España. Luis, artista de rara puntualidad, repite que «vuelve» a Madrid cada dos años, en las elegantes galerías del barrio de Salamanca. Tras la inauguración de todas sus muestras se multiplican los elogios de la crítica, mientras el público admira y compra las obras de artista. La principal novedad de esta nueva aparición del nombre aragonés de Luis Cajal en las carteleras artísticas madrileñas es que surge por partida doble. Efectivamente, la galerista habitual de Cajal, Carmen Andrade, ha tenido la feliz idea de dividir la nueva y amplia entrega de nuestro paisano en dos salas. La propia galería Carmen Andrade, en la calle General Pardiñas, acoge los cuadros de pequeño formato, mientras que los de mayores dimensiones se exhiben en la galería Club 24, en la calle de Claudio Coello. «Es un experimento, si puede llamarse así -dice Carmen Andrade-, que ya realicé el pasado mes de noviembre con una excelente exposición de Montesinos. Como no quería dividir la exposición en dos etapas sucesivas, presenté una parte en mi propia sala y otra la llevé a una sala colaboradora, Durán. Ahora con Luis Cajal, que precisamente inauguró la sala que lleva mi nombre en 1987, vuelvo a presentar un mismo pintor, una misma exposición, en dos escenarios distintos.» Eso, en cuanto a la presentación material de la obra nueva y reciente de Luis Cajal. En cuanto a la inspiración de aquélla, volvemos a encontrar los temas más queridos del pintor, que no son otros que paisajes delicados, desnudos exquisitos, bodegones refinados, marinas misteriosas, arlequines pensativos, maternidades melancólicas… Cajal permanece fiel a sus principios y creo que, con excepción de aquella «boutade» goyesca que presentó hace años en Madrid —una deliciosa versión de El entierro de la sardina—, no ha abandonado jamás sus temas de siempre. El artista de Zaragoza conoce su oficio y es ya, por veteranía y méritos, todo un maestro. Su dominio del dibujo y la pintura son realmente definitivos. Especialmente en el caso de los característicos bodegones del pintor, las bellísimas pinceladas del óleo se superponen, sin llegar nunca a ocultarlo, a un dibujo de gran calidad técnica, sin un fallo. Hace no muchos días recordaba el crítico A. M. Campoy en Blanco y Negro —en un excelente reportaje con ilustraciones en color, que ha sido el mejor prólogo a esta exposición— que los famosos maestros de Luis fueron Rafael Pellicer y Pancho Cossío. Dos de los grandes, sin nada que ver entre sí, pero que determinaron la futura carrera del artista aragonés. De Pellicer aprendió la disciplina en el oficio; de Pancho Cossío, la alquimia de una cocina que cobijaría luego, suntuosamente, toda su obra». Pues bien, aquel lejano aprendiz de pintor que fue Luis Cajal Garrigós se ha convertido ahora, a su vez, en todo un artista magistral. No sólo por la calidad —y también la cantidad— de su obra, sino por su propia conducta como artista. Dos veces a la semana, Luis da clase de pintura a jóvenes o juveniles aprendices en un local inmediato a la galería Carmen Andrade y, una vez a la semana, durante mañana y tarde, enseña también los secretos del arte y la técnica de la pintura en un estudio de Aravaca. Así es como Luis Cajal vive y trabaja en este Madrid convertido en su patria de adopción, hasta que Zaragoza, su ciudad natal, reconozca la categoría del pintor con esa gran exposición antológica y definitiva que todos esperamos. Según parece, las gestiones se iniciaron ya el pasado año. Pero el tiempo corre, sin que el acontecimiento artístico se produzca. Luis Cajal lo merece. Sus paisanos sabrán saldar algún día la antigua cuenta que tienen pendiente con él. Mientras tanto, Luis Seguirá trabajando con la honradez de oficio de un gran artista, en su estudio de Madrid o en el que ocupa durante el verano en tierras de Alicante. «Me he hecho a la maravillosa luz de Madrid —dice—, aunque no rechazo otras. Cuando pinto paisajes, por ejemplo, prefiero los de Levante, los de mi Aragón natal, los franceses de Las Landas, por ejemplo, a los que tengo aquí en Madrid, mucho más cerca.» Yo creo que esos pequeños árboles y sus celajes de un azul lleno de matices constituyen, junto con los bodegones, no lo mejor —porque en Cajal todo es «mejor»—, sino lo más típico del pintor zaragozano.
Hablar de la pintura de Luis Cajal es tan difícil como hablar del color del mar sin añadirle más matices que los reales. Cajal es un pintor tan a fondo del oficio, que adjetivar su obra como tan excelsamente bien hecha que parece la de un Vermeer español en el que se ha filtrado la aparición de Velázquez, es poco o es mucho. Deliberadamente no recurrimos a nuestro archivo para repetir o continuar nuestra opinión sobre la obra de este pintor zaragozano. En Cajal la difícil sencillez de su estilo —sin estilo— complica el comentario. Decía Azorín: «El estilo es… no tener estilo» (comentarios sobre la obra de Baroja). En la afirmación de Azorín está Cajal. Sigue el pintor fiel a sus asuntos: bodegones, flores, marines, figura. Permanece en su tonalidad el azul. Y carmines, blancos, tierras y violetas. Las mesas, el mantel. Sobre todo, la hermosa luz. Translúcida luz de los cuadros de Cajal. Los volúmenes tienen ese peso exacto de la percepción visual que, conociendo de antemano la real de cada uno de ellos, se transforma en esta pintura, por la emoción de ese artista que es Cajal en la fiel interpretación de lo que resulta en la transmutación pictórica. Las cosas, los seres, el aire y el tiempo tienen que ser las mismas, pero otras en la pintura. Es lo que ocurre en estas obras. Pienso, ante los cuadros de Cajal, en las lecciones rigurosas de Cezánne: la modelación pictórica de los volúmenes del aire, del tiempo. Se empeñaba el pintor francés en demostrar que un cilindro, una botella, pueden ser un desnudo de mujer o un paisaje. Pero, esto que se ha utilizado hasta la saciedad y el acartonamiento en sus epígonos, cuenta con la hermosa calidad cromática y poética de Cajal que no tuvo el ascético provenzal.
Esas manchas de color que, en superficies planas y por medio de los tonos cálidos y fríos, estructuran progresivamente el valor de la estructura de los volúmenes se originan en Cezánne, pero alcanzan en el artista español mayor riqueza de matices, de color y luces, y un refinamiento superior y personal. La cuestión, aparte esas premisas, consiste en el trabajo de la materia, en su fundamental preparación: como en los tiempos gremiales de la onza de tierra de Sevilla, de linaza, de polvo de mármol y esos otros aditamentos que constituyen el laboratorio de los colores preparados. Con esas magníficas —y hoy raras— especies trabaja Luis Cajal su pintura. Y, así, le surgen esos tonos que se inventa desde la base tradicional; así lo estudia con una extraordinaria honradez estética: de ese modo, un cuadro de Cajal es toda una lección de esencia, nacida de la complejidad de tal categoría de maestro, de lo que es el arte profesional de un cuadro. Ha ganado el maestro en nitidez pictórica, en rotundidad dibujística, en matices lumínicos, respecto de otras exposiciones anteriores. Hoy, dentro de esa rotundidad que es su manera de pintar, encuentro mayor sutileza en la adecuación de volúmenes y formas, de ambiente y fondos. Como intento de información de lo que no puede verse totalmente en una crónica, acercaríamos a Cajal en una suerte de neo-impresionista que matizara líricamente la lucidez realista de la pintura española. No sé si es válida esa mezcla de definición, pero no encuentro otra más aproximada. Porque Cajal, en el que se encuentra algo de Pancho Cossío —en algunos cuadros— dista, sin embargo, del último en que la materia es totalmente distinta. Más acumulada en el segundo, más sutil en el primero. Y, como hemos hablado de poesía, si hiciéramos un paralelismo entre la composición escrita y la pictórica, nos encontraríamos con una representación del soneto. Serena, profunda, medida, grave, de exacta medición: así, la pintura de Luis Cajal.
Elena Flórez
Toda la obra de Cajal —la de ayer y la de hoy— alienta en lo amorosamente cultivado y en lo sensitivamente concebido. Es una pintura estática, de momentos detenidos en el tiempo, cargados de gravedad, aun siendo tan ligeros y leves en su apariencia, preocupados por los modales de las cosas, por su comportamiento estructural. Pintura de color, que es como decir pintura de luz. El color es aquí, más que un contribuyente a exigencias de la forma, el alma de la forma misma. El color ordena y distribuye los modos y comportamientos de esta inventiva, explicándolos y justificándolos, sin necesidad de abrirles las carnes a las cosas aquí expuestas, sino discurriendo sobre ellas para darnos su aroma y su aire: «seriedad de método, orden y aliento de poesía», he dicho anteriormente de esta pintura. Creo, en verdad, que se puede ahora insistir en tal cuestión, sin temor a emitir un juicio falso sobre esta inventiva.
Castro Arines, «Informaciones»
Lenta y rigurosamente elaboradas, construidas en volúmenes encerrados, a veces en trazos gruesos, las telas (de Luis Cajal), de bellas resonancias, crean un clima, un ambiente poético dentro de su densidad.
La multitud de formas que adopta la expresión permite hablar aquí de un pintor al que clasificar de expresionista sería equivocado. Luis Cajal es un artista equilibrado entre el rigor de la forma y la distorsión de la expresividad. La situación de su arte en el fiel de la balanza le permite construir sólidamente sus obras y tener atrevimientos de inquieta variedad. Su exposición manifiesta la amplitud de su criterio y de sus motivaciones, así como su capacidad de sentir la viveza de las emociones y de expresarlas con serenidad.
Venancio Sánchez Marín, «Revista GOYA»
La palabra justa es ésta: deliciosa. Deliciosa exposición de un maestro sobre el que nunca nos cansaremos de llamar la atención, en cuya obra es obligado advertir los datos que hoy por hoy caracterizan la mejor pintura: una sensibilidad muy de su tiempo y una extraordinaria recuperación de los grandes recursos expresivos, del oficio en suma. Estos temples así lo demuestran, y en tanta o mayor medida las variaciones sobre el mundo de Goya.
A. M. Campoy
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