Se había detenido una mañana
a la orilla del agua
y fue cerrando lentamente los ojos mientras el mundo
se desnudaba.
Luego vino la luna y todo eso, y el movimiento y la
llama,
y los rojos del tiempo y la oscuridad de la crisálida;
pero él había asistido ya en su jornada,
única y mágica,
a las bodas de la luz con la luz, del sueño con el sueño,
de la nevada con la nevada.
Todo podía ser así, todo era así cuando se amaba,
cuando la mano acariciante era tan justa como la piel
acariciada.
Cuando el dorso de las palomas, y el cuello de las frutas,
y la serenidad de la flor en la cabeza enamorada,
y más aún, más aún, la cal de los floreros, y las mejillas
del aire, y las frentes de las casas
arracimadas
daban
un paso no probado, irrumpían con alas,
más aún, más aún, con sedas que se complacían
en su alucinante trama…
Pero cuando un vientre es un lago y sentimos que su azul
no se acaba
en los senos de la mujer ni en la mirada
de la jarra,
ni en el azul mismo del dios-doncel-dador de los azules
que se muere besando a flor de piel los labios de
los malvas,
sabemos que hay alguien que mira, y nos lo cuenta, y sin
avergonzamos nos lo canta.
Y vemos que nace el niño del niño, y la gracia de la
gracia,
y nos acordamos de que un día el día se alzaba
viendo a un hombre en la orilla de un río
que cerraba los ojos para no ver que el mundo estaba
mal vestido;
después llegó el fuego del sol y el vestigio
de la sangre, y la sombra de los abismos;
pero él había asistido,
en su día translúcido y distinto
al amor de lo blanco con lo blanco, del misterio con
el misterio, de lo nítido con lo nítido.
Todo tenía que ser así, todo era así, cuando los hilos
que tiende el pecho hacia otro pecho son de manera
amante recibidos,
cuando los dedos al alojarse en otros dedos se sienten
a ellos mismos,
y más aún, más aún, con tiempo que se adelantan a su
complicado solsticio…
Pero cuando un vientre es esa música que un brazo apaga
y no interrumpe su ritmo,
ni siquiera en la mujer sin pies que sostiene un libro,
ni en ojos de la lámpara, ni en el azul mismo
del dador-doncel-dios que los azules que deja su reinado
a la puerta de los malvas perdidos,
ya sabemos que hay alguien que dice lo casi nunca dicho,
y parece un niño dando envidia a otro niño,
yendo de lo vivo a lo pintado y de lo pintado a lo
vivo…
Es cuando recordamos que una mañana alguien se había
detenido…

José García Nieto
De la Real Academia Española

Hay pintores que encuentran un instante en el tiempo, lo apresan, y permanecen en él, como Serny en la ”belle époque” y Juan Esplandiú en el Madrid de los años veinte. Hay otros, como Luis Cajal, que eternizan el instante y el motivo, para darnos la justificación plástica de un ayer inconcreto. En él caben, quietos, mayestáticos, los personajes de la Comedia del Arte (Pierrot, Arlequín, Colombina), junto a los Ángeles, Arcángeles, Serafines, Querubines, Tronos y Dominaciones. Es un ayer de vivencias, no siempre conscientes, en el que el recuerdo de una infancia resucita, por sí mismo, ambientes de un hogar compuesto, según la antigua costumbre, de recibimiento, sala, despacho, comedor, dormitorios, despensa, trastero, cocina y cuartos de estar, de aseo y de servicio, unido el todo por un largo pasillo.
Esto tiene su importancia, pues Luis Cajal pinta siempre lo que había (hay) en ese piso mesocrático madrileño, de espaldas al mirador y los balcones. Y en este universo interior cabe preguntarse cuánto hay de autobiografía recobrada y cuanto de síntesis, buscada y lúcida, de unos valores estéticos ocultos, subyacentes, en lo cotidiano, en lo inmediato.
Independientemente de que esta inmediatez no se corresponda con la nuestra de hoy, ausente de aparadores con cristalería de boda, trincheros con frutas de parafina, manteles a cuadros rojos o azules, visillos de organdí, cortinas que penden de barras de latón dorado, veladores con tapete de punto y búcaro con flores de papel encerado, vitrinas con abanicos y cajitas de plata, piano vertical negro, busto de Beethoven en escayola y litografías cinegéticas en las paredes. Hasta el paisaje que se adivina por la ventana es un paisaje “de antes”, de Naturaleza inviolada y limpia, como los desnudos, que lo son, y como la luz de esa tarde olvidada con merienda de pan y chocolate.
Todo esto contiene la pintura de Luis Cajal y, por ello, resulta única e irrepetible, ya que es algo que, hasta cuando lo expresa en el lienzo, le pertenece y sólo a medias lo comparte con el espectador. Lo que sí entrega en cada cuadro es su conocimiento de la pintura, que también es “de antes” por el cuidado, el amor al oficio y a sus materiales (medios, aceites, resina, pigmentos, barnices), manipulados siempre con un conocimiento que le llega, por igual, del estudio y de la experiencia. Podemos abstraernos del motivo (aunque no sea fácil) y quedarnos en el procedimiento, en la calidad de una pintura sabia, aplicada con seguridad, fresca o insistida, transparente u opaca, luminosa siempre. O en el color (gamas azules, grises, ocres), que engañosamente podría calificarle de “colorista” si una sensibilidad manifiesta no velara el exceso.
Pintor de la intimidad, de su intimidad, nos trae de nuevo Luis Cajal la confidencia de los óleos y los temples, el capítulo siguiente de una historia que fluye desde el pasado con la misma agua y distintos reflejos.

Javier Rubio

La multitud de formas que adopta la expresión permite hablar aquí de un pintor al que clasificar de expresionista sería equivocado. Luis Cajal es un artista equilibrado entre el rigor de la forma y la distorsión de la expresividad. La situación de su arte en el fiel de la balanza le permite construir sólidamente sus obras y tener atrevimientos de inquieta variedad. Su exposición manifiesta la amplitud de su criterio y de sus motivaciones, así como su capacidad de sentir la viveza de las emociones y de expresarlas con serenidad.

Venancio Sánchez Marín, «Revista GOYA»

La palabra justa es ésta: deliciosa. Deliciosa exposición de un maestro sobre el que nunca nos cansaremos de llamar la atención, en cuya obra es obligado advertir los datos que hoy por hoy caracterizan la mejor pintura: una sensibilidad muy de su tiempo y una extraordinaria recuperación de los grandes recursos expresivos, del oficio en suma. Estos temples así lo demuestran, y en tanta o mayor medida las variaciones sobre el mundo de Goya.

A. M. Campoy