Presente a través de la historia de la pintura, desde la más clásica a la más moderna, el bodegón se adapta a la personalidad de cada autor y, pese a cambios y modas, mantiene unas características de composición y elementos (utensilios, verduras, frutos, flores, cacharros, caza e incluso libros y otros objetos) cuya ordenación y valoración queda a la libre voluntad del pintor.
Luis Cajal (Zaragoza, 1926) ha cultivado siempre un bodegón intimista, armonioso, entonado de color, sereno y poético, acorde con su manera de hacer, proclive a los interiores familiares durante muchos años, a las figuras estáticas y nostálgicas, aunque, en los últimos tiempos, ha abierto su paleta a los paisajes, que conservan así mismo ese «intimismo» peculiar.
En la doble exposición que ahora presenta en Madrid (treinta y dos obras en Carmen Andrade y veinticinco en Club 24), Cajal ha repartido los diversos géneros, dedicando los más suntuosos bodegones al Club 24 y otros, más reducidos, junto con una colección de figuras, desnudos y delicados paisajes en pequeño formato, a la sala Carmen Andrade.
Esta separación no quita unidad a la muestra, que recoge su más reciente producción y que revalida la calidad de pintura ya consagrada, a través de los años, por galardones, textos críticos y acogida del público aficionado.
Se ha insistido en las gamas de azules de Luis Cajal, en sus gamas ocres y en sus gamas verdes, apoyadas en unos blancos que se integran y acomodan sin estridencias. Esta pintura tiene mucha ciencia y transparencia, una sabia e insistente utilización de la veladura, un manejo apropiado de los «mediums» (su cocina secreta) y un toque sensible que le aproxima al contemplador.
Y tiene sobre todo un conocimiento del bodegón tradicional, que el pintor no sigue en su aspecto más realista, sino que transforma con talento en un «producto» artístico adecuado a nuestra hora. Bienvenida esta doble y hermosa exposición de Luis Cajal.

Javier Rubio
ABC. 2 de mayo de 1991

El pintor Luis Cajal -nacido en Zaragoza y, después de sus estudios en los Escolapios, vecino de Madrid desde 1934- vuelve a exponer en la capital de España. Luis, artista de rara puntualidad, repite que «vuelve» a Madrid cada dos años, en las elegantes galerías del barrio de Salamanca. Tras la inauguración de todas sus muestras se multiplican los elogios de la crítica, mientras el público admira y compra las obras de artista.
La principal novedad de esta nueva aparición del nombre aragonés de Luis Cajal en las carteleras artísticas madrileñas es que surge por partida doble. Efectivamente, la galerista habitual de Cajal, Carmen Andrade, ha tenido la feliz idea de dividir la nueva y amplia entrega de nuestro paisano en dos salas. La propia galería Carmen Andrade, en la calle General Pardiñas, acoge los cuadros de pequeño formato, mientras que los de mayores dimensiones se exhiben en la galería Club 24, en la calle de Claudio Coello.
«Es un experimento, si puede llamarse así -dice Carmen Andrade-, que ya realicé el pasado mes de noviembre con una excelente exposición de Montesinos. Como no quería dividir la exposición en dos etapas sucesivas, presenté una parte en mi propia sala y otra la llevé a una sala colaboradora, Durán. Ahora con Luis Cajal, que precisamente inauguró la sala que lleva mi nombre en 1987, vuelvo a presentar un mismo pintor, una misma exposición, en dos escenarios distintos.»
Eso, en cuanto a la presentación material de la obra nueva y reciente de Luis Cajal. En cuanto a la inspiración de aquélla, volvemos a encontrar los temas más queridos del pintor, que no son otros que paisajes delicados, desnudos exquisitos, bodegones refinados, marinas misteriosas, arlequines pensativos, maternidades melancólicas… Cajal permanece fiel a sus principios y creo que, con excepción de aquella «boutade» goyesca que presentó hace años en Madrid —una deliciosa versión de El entierro de la sardina—, no ha abandonado jamás sus temas de siempre.
El artista de Zaragoza conoce su oficio y es ya, por veteranía y méritos, todo un maestro. Su dominio del dibujo y la pintura son realmente definitivos. Especialmente en el caso de los característicos bodegones del pintor, las bellísimas pinceladas del óleo se superponen, sin llegar nunca a ocultarlo, a un dibujo de gran calidad técnica, sin un fallo. Hace no muchos días recordaba el crítico A. M. Campoy en Blanco y Negro —en un excelente reportaje con ilustraciones en color, que ha sido el mejor prólogo a esta exposición— que los famosos maestros de Luis fueron Rafael Pellicer y Pancho Cossío. Dos de los grandes, sin nada que ver entre sí, pero que determinaron la futura carrera del artista aragonés. De Pellicer aprendió la disciplina en el oficio; de Pancho Cossío, la alquimia de una cocina que cobijaría luego, suntuosamente, toda su obra».
Pues bien, aquel lejano aprendiz de pintor que fue Luis Cajal Garrigós se ha convertido ahora, a su vez, en todo un artista magistral. No sólo por la calidad —y también la cantidad— de su obra, sino por su propia conducta como artista. Dos veces a la semana, Luis da clase de pintura a jóvenes o juveniles aprendices en un local inmediato a la galería Carmen Andrade y, una vez a la semana, durante mañana y tarde, enseña también los secretos del arte y la técnica de la pintura en un estudio de Aravaca.
Así es como Luis Cajal vive y trabaja en este Madrid convertido en su patria de adopción, hasta que Zaragoza, su ciudad natal, reconozca la categoría del pintor con esa gran exposición antológica y definitiva que todos esperamos. Según parece, las gestiones se iniciaron ya el pasado año. Pero el tiempo corre, sin que el acontecimiento artístico se produzca. Luis Cajal lo merece. Sus paisanos sabrán saldar algún día la antigua cuenta que tienen pendiente con él. Mientras tanto, Luis Seguirá trabajando con la honradez de oficio de un gran artista, en su estudio de Madrid o en el que ocupa durante el verano en tierras de Alicante. «Me he hecho a la maravillosa luz de Madrid —dice—, aunque no rechazo otras. Cuando pinto paisajes, por ejemplo, prefiero los de Levante, los de mi Aragón natal, los franceses de Las Landas, por ejemplo, a los que tengo aquí en Madrid, mucho más cerca.» Yo creo que esos pequeños árboles y sus celajes de un azul lleno de matices constituyen, junto con los bodegones, no lo mejor —porque en Cajal todo es «mejor»—, sino lo más típico del pintor zaragozano.

P. G.
Heraldo de Aragón. 2 de mayo de 1991

Del 2 al 18 de noviembre, la Sala de Exposiciones Vista-Alegre acoge bajo el título “Antología”, la exposición de Luis Cajal Garrigós, uno de los pintores más destacados del panorama artístico actual, reconocido y galardonado en innumerables ocasiones a nivel nacional e internacional.
Un intenso y esmerado trabajo de los alumnos del Taller de Empleo Mediterráneo VI ha hecho posible el inventariado, fotografía y catalogación de más de un millar de obras de arte de tan insigne artista, que pasarán a formar parte de la fundación “Luis Cajal”, para el disfrute y riqueza cultural de nuestra ciudad.
Es de destacar y agradecer al comisario de la exposición, D. Ramón Torregrosa Bernabé, su interés y contribución a este ansiado proyecto, así como al subcomisario de la misma y profesor del Taller de Empleo Mediterráneo VI, D. Pedro González Gallego, por su ilusión y dedicación en este trabajo.
Torrevieja se siente orgullosa de acoger esta magnífica muestra pictórica, en la seguridad de que colmará las inquietudes artísticas y culturales de la ciudadanía.


Pintar, esculpir, componer música, en fin, son cosas que están al alcance de quienes se lo propongan no como creadores, claro está, sino como meros practicantes de un oficio, pues las bellas artes tienen como sustentación eso, el oficio, que es a manera de piel de la obra, aunque a veces pueda ser una piel suntuosa o delicada. Hubo un momento en que se confundieron la obra de arte y su intrínseco vehículo expresivo, concediéndose al oficio todos los merecimientos y juzgándose a los artistas por el oficio mejor o peor que tuvieran. Las mismas técnicas se confundieron también con la obra pura, siendo como eran sus medios no
Carmen, Luis Cajal y Mª Rosa Salgado.
Reunión en las cuevas de Nemesio en Madrid.
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más. La importancia del oficio sigue siendo indudable, pero hoy se sabe que el oficio puede adquirirse con tenacidad, disciplina y escolaridad, y se sabe también que si es únicamente eso lo que se tiene, sólo se tiene la cáscara de la obra de arte, nobilísima, es cierto, pero poco o nada relacionable con la obra bien hecha.
El oficio es algo que, en principio, ha de suponerse en todo artista. Decir que Picasso sabe dibujar es algo tan estupefaciente como decir que Cristóbal Halffter sabe música. Lo que hay que ver es qué se hace con el oficio, cómo se emplean las técnicas. Cecilio Pla conocía el oficio de pintar mejor que Joaquín Sorolla, pero no llegó jamás a parecerse a su paisano, ejemplos que podríamos prolongar exhaustivamente citando a los manieristas, artistas todos ellos dominadores del oficio, pero sin el aliento creador que el arte, para ser, exige. La generación de Emilio Sala “supo” pintar mejor que los Regoyo, Nonell, Gimeno y demás, pero lo cierto es que los grandes pintores de esa época son los que menos dominaban el oficio, como les ocurrió a los impresionistas franceses respecto a los academicistas que los precedieron. ¿O es tal vez que esto del oficio no es una cuestión canónica y normativizada, sino algo que sólo se posee plenamente cuando el resultado es satisfactorio?
Luis Cajal (Zaragoza, 1926) es quien ahora nos ha sugerido las anteriores reflexiones. Luis Cajal domina el oficio de pintar, pero hay algo en su obra que de pronto nos transporta más allá del oficio. En estos bodegones —óleo o temple, es lo mismo—, en las composiciones a base de figuras, en los inmovilizados paisajes que expone en Galería Fauna´s, es posible ver todo lo que un pintor podría buscar en la obra de otro pintor: la exacta disposición de la materia, el equilibrio entre la pretensión y el resultado, que es una armonía concepto-manera, la pulcra dicción, la sabia desenvoltura de las gamas —blancas y azules—, el clima todo de los cuadros. Pero hay más, mucho más. Hay ese algo que percibimos cuando estamos frente a la obra de arte, especie de vago informe misterioso que nos sugiere y nos convence, y que una vez proyectado en nosotros carece de sentido observar, por ejemplo, unas manos desdibujadas.
Javier Rubio habla en el catálogo de “pintura-hibernación”, tal vez guiado por las apariencias de estas composiciones, algunas de las cuales, como aquellos gouaches de Cossío, asemejan perfectos ejercicios con una paleta de hielo. Pero yo, contrariamente, lo que percibo en esta pintura de bello lenguaje y poético sentido es una tibieza difícil de comparar, un alma contenida que, si el pintor se dejara llevar por las apariencias, podría encender enfierecidamente con sólo añadir carmines y amarillos a lo que cabalmente no los tiene ni tendría por qué tenerlos.

Campoy, A. M.
Crítica de Exposiciones. Diario ABC