Cada día quedan menos pintores para quienes el arte es no sólo una necesidad expresiva, sino un íntimo placer doméstico, un canto a la vida cotidiana, a la manera de los «pequeños» maestros holandeses del siglo XVII. Luis Cajal es uno de ellos. Incluso sus temas de fantasía o de imaginación toman un carácter familiar y bienhumorado, y sus personajes de la Comedia del Arte son como unos parientes de visita en el hogar omnipresente. Pero esta sinfonía doméstica se basa en una materia cuidadosamente alimentada, sabrosa como un plato de la cocina aragonesa, sin extravagancias ni acritudes, cuyo íntimo secreto consiste no en destruir las recetas del pasado, sino en llevarlas a un punto gustoso, que nos permite paladear estos bodegones y floreros, tan delicados en su aparente sencillez, con sus sabores al óleo y al temple. En esta envoltura, nutrida, no relamida, espejean los tonos medios en que Cajal se complace, sin estridencias, con orientes de perlas en los blancos y una luminosa transparencia hasta en los colores oscuros u opacos. El gozo de Cajal al elaborar esos cuadros se transmite necesariamente al espectador que los contempla sin prisas y les devuelve justamente el tiempo y la atención que los hicieron nacer.

Julián Gallego
(De la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando)

Presentar a los amantes de la pintura a Luis Cajal es como decirles a los madrileños que su río es el Manzanares. Desde su primera exposición individual de Avilés en 1951, más de medio centenar de ellas han jalonado el trabajo de este zaragozano, bohemio de profesión, profesor y director de talleres de pintura, cofrade de honor del Cristo de los Gitanos de Granada (de lo que él se siente muy orgulloso) y un sinfín de actividades más, que por sí solas avalan el trabajo de este artista en el que el conocimiento de todas las técnicas y todas las escuelas hace que confiera a su obra una personalidad muy singular, pese a conocer perfectamente todos los caminos por los que transita la pintura de nuestro tiempo.
Cajal -y esta exposición es una buena prueba de ello- se deleita pintando bodegones irreales empapados de neblinas azules dentro de un universo inventado de mágicos paisajes plenos de distinción y encanto.
Carlos Areán, el gran crítico de la abstracción, hablaba de Cajal como de un surrealista mágico e informal y esta exposición, que presenta la sala Puerta de Alcalá, en el 67 de la famosa calle del mismo nombre, es una buena prueba de ello. Si a ello añadimos que un dibujo seguro y alado presta sus líneas a ese cromatismo limpio, de enorme refinamiento lleno de ternura, tendremos las bases en las que se asienta la obra de este genio del siglo XX, que sigue en el segundo milenio ofreciendo a todos la obra bien hecha que pedía Eugenio D’Ors, una obra para gozar y deleitarse con ese caudal de sugerencias y ensueños que despierta la contemplación silenciosa de la obra de este pintor llamado a figurar en los textos de un mundo muy lejano.

Luis Hernández del Pozo,
de la Asociación Nacional e Internacional de Críticos de Arte
La Nación. Del 16 al 30 de noviembre de 2005

¿Qué mundo hay detrás y delante de esta pintura, en qué lugar del espacio se sumerge y detiene, que parece cruzarla un aire sutil y, tibiamente, encenderla de irrealidad? Da total conciencia de densidad y peso. Pero la rodea una presencia poética que, en cierto modo, la inviste y domina, la alcanza misma, en una delgada atmósfera romántica. Hay momentos en que el color y la luz pesan en ella como materia pura: no se trata de luz sin cuerpo porque esa luminosidad es, al mismo tiempo, forma, estructura y dicción. Pero otras veces, en cambio, sobre todo en los bodegones, la luz es casi aérea y al color le nacen alas invisibles.
Esos bodegones dominados por un leve hálito misterioso, esas figuCajal
con Pepín Fernández, presidente de Galerías Preciados.
El embajador de España en Inglaterra y Luis Cajal.
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ras ceñidas por un silencio abstraído, casi material, y también esas otras francas de elocuencia en su ritmo, como arrebatadas de un friso, obedecen a un sentido lírico de forma ensoñada y vista al mismo tiempo. De ahí quizás esa serenidad emocionada e irreal que preside buena parte de esos óleos y temples a la cera del pintor aragonés. Las formas se estructuran armónicamente en planos de realidad e irrealidad, se convierten en expresivos ritmos concertados con ajustado rigor, cuya riqueza plástica unas veces se afirma y otras se diluye en luz turbia y sensual.
Luis Cajal cuida el equilibrio como si se tratara de acordes musicales. Casi equilibrio absoluto es ese pueblo de su invención que sugiere una inmensa cristalización de cuarzo. Con sus azules y blancos fantasmales, las líneas y volúmenes de su simple geometría se amparan unas en otros como si les sobrecogiera su perceptible misterio.
Cajal desconfía de la bondad de los colores si no los elabora y trabaja él en su taller, como se hacía en otro tiempo. Teme los oscurecimientos y resquebrajamientos y se obstina en ser fiel a aquella antigua consigna holandesa que decía poco más o menos esto: «El genio del pintor es patrimonio de la nación, por tanto el artista está obligado a garantizar la mayor duración de las obras realizadas por él».

La Vanguardia
Barcelona, 4 de octubre de 1970